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ISSN 1989-4163

NUMERO 12 - ABRIL 2010

 

Nube Roja

Joan Ramis Otazua

Veo tu boca desdentada entreabierta mientras me violas. Oigo tus jadeos entrecortados, huelo tu aliento pútrido, siento salpicaduras de tu saliva sobre mi cara, veo tu único ojo en blanco, noto tu barba rasposa. Llevo una argolla en el cuello con una cadena. La cadena está enganchada a una lanza enterrada en el suelo.

       Me llamo Nube Roja. Soy una princesa shoshone. Los blancos llegaron y nos lo quitaron todo: nuestras tierras, los sitios donde reposan nuestros antepasados, nuestra dignidad. Pero ellos nunca estaban satisfechos. Siempre querían más y más. Nosotros no teníamos nada. En cambio, sentíamos que el Gran Espíritu nos acompañaba. Danzábamos y Él venía a nosotros junto con nuestros ancestros. Hicimos una gran marcha para acudir a la Danza de los Espíritus.

       Los blancos tenían su dios y lo tenían todo. Pero nos tenían miedo. Tenían miedo del Gran Espíritu. Vinieron y masacraron a mi pueblo indefenso. Acribillaron a hombres, mujeres y niños con sus rifles y sus ametralladoras. Cuerpos destrozados, ensangrentados estaban esparcidos o amontonados por la llanura.

       Yo quedé rezagada, me acosté en el suelo y me dieron por muerta. Más tarde, pasaron tres forajidos blancos y me apresaron. Hace tres días que me retienen en su campamento y me violan por turnos.

        Ayer el tuerto afilaba su cuchillo. Me enseñó la mano derecha, señalando el muñón del dedo anular que le falta. “Quiero que seas como yo”, me dijo. Puso mi mano sobre una piedra y me cortó el mismo dedo de un tajo. Me desmayé de dolor. Al despertar, él estaba otra vez ahí. Me señaló su ojo vacío y me dijo: “Te gustará ser tuerta, ya verás”. Luego me miró largamente y enfundó el cuchillo.

       Por la noche, reuní mi rabia, mi desesperación y mi angustia y, pidiendo ayuda al Gran Espíritu, escarbé en el suelo y tiré de la lanza con todas mis fuerzas.

       Esta mañana, dos de los hombres han salido a buscar provisiones. Como cada día, el tuerto se acerca hacia mí. Y, como cada día, se vuelve de espaldas para bajarse los pantalones. Ahora siente un dolor agudo que empieza en la espalda y sigue hacia el pecho. Su único ojo, entre sorprendido y horrorizado, ve como la punta de una lanza shoshone asoma en medio de su pecho. Poco a poco se desploma, abrumado por un gran peso, como si miles de mis hermanos muertos cayeran sobre él aplastándole.

 
 

Patricio Pron

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